Primer premio:
Queridos Reyes Magos:
Este año, 2011, en lugar de pediros regalos, quiero contaros un secreto, una pequeña historia que podáis recordar cuando no encontréis una estrella en el cielo que os guíe en vuestro camino. Se trata de un pequeño cuento como Caperucita Roja o Los Tres Cerditos, pero éste tiene de especial que es muy real y puede ser tan largo como uno quiera.
Todo empieza cuando unos chicos en su último año de instituto deciden emprender sin conocerse, una misma aventura. Cómo podréis adivinar todos ellos son, en un principio, chicos normales. Es decir, chicos atareados con sus estudios, con la música, el deporte, la pintura o tantas otras cosas que llenan su tiempo. Son como pequeñas máquinas en su ciudad. Personas que pasan por la vida sin saludar, sin conocer y sin mirar a los ojos.
Pero no os preocupéis, no es una historia triste. Cómo os dije, sin saberlo muy bien en una de tantas decisiones que se toman buscando lo mejor para uno mismo, acertaron. Emprendieron un largo viaje. Cada uno venía de lejanas tierras buscando cumplir sus sueños. Dicen que algunos, los que vinieron de más lejos lo hicieron en camello como vosotros hacia Belén, con una duración exacta de 26 días él que más.
El día que se conocieron, no fue un día fácil, la visión que traía cada uno de ellos de su nueva vida se desmoronaba como la Torre de Babel. A penas se entendían entre ellos, hablaban distintos idiomas. Estaban acostumbrados a correr de un lado a otro, sin pararse a saludar, a conocer o a mirar a los ojos. Estaban perdidos. Lejos de su hogar, de su vida y más que nunca de sus sueños. Ni siquiera sabían cómo conocerse entre ellos entre el gentío de la gran ciudad.
En su camino fueron todos a parar a un mismo lugar. El temporal les empujaba, con sus mareas de gente gris hacia un pequeño refugio. Lejos del humo, el ruido, o tantas personas normales que caminan por esa selva sin pararse jamás, ellos se encontraban a salvo.
Descubrieron pronto que su refugio ya estaba habitado por otros como ellos. Formaban un grupo igual de variado, también sus voces entonaban distintos acentos, pero hablaban una lengua común. Reían juntos y lo compartían todo.
Los nuevos chicos fueron aquí acogidos, les enseñaron pronto a pararse a saludar, a conocerse y a mirarse a los ojos. Descubrieron que ellos también podían entenderse, reír juntos y compartir todo. Aprendieron a hacer de ese refugio su nuevo hogar. Aprendieron a hacer allí su vida y con la ayuda de otros a seguir su camino en busca de sus sueños.
Ellos siguen allí, en ese pequeño refugio que algunos llaman burbuja. Saben que algún día tendrán que salir a la intemperie y que nunca más volverán a refugiarse. Pero aún es pronto para eso, les queda mucho que aprender. Y es que cada día van abandonando poco a poco esa forma de pensar que les hacía buscar lo mejor para sí mismos.
Poco a poco cada uno aprende a buscar lo que es mejor para todos ellos y esta lección es la que nos enseña la Navidad, porque hay lugares en los que la Navidad se puede vivir todo el año, pequeños refugios, donde se encuentran sorpresas tan sólo con abrir una puerta.
Miguel Ángel Villalobos
Segundo premio:
Villamarilla y Villazul siempre habían sido enemigas. Había entre ellas un odio enraizado profundamente en la mente de sus habi-tantes, justificado por las diferencias que los separaban. Aparentemente, Villamarilla y Villazul eran polos opuestos: si una tenía casas altas, la otra las tenía bajas; si en una se comía morcilla, en la otra se comía chorizo; si en la una sembraban trigo, en la otra sembraban cebada. Las esferas intelectuales de ambos pueblos solían armar violentas disputas sobre si Bécquer era mejor poeta que Nacho Cano o si los Rolling Stones eran comparables a Chopin. Los de mente más simple se conformaban con echarles a los del pueblo de al lado las culpas de sus desgracias y hacer chistes soeces sobre ellos.
Ambos eran igualmente ridículos. Sólo bastaba ver lo mal que combinaban los colores al vestirse (porque para ellos era una herejía el ponerse ropa que no fuera de su color).
Este enfrentamiento que existía derivaba naturalmente en una fuerte rivalidad en todo lo imaginable. Desde las comparaciones en tamaño del cimborrio de la iglesia hasta las riñas de los mozos en las fiestas populares.
He aquí que llegó el mes de diciembre y comenzó a nevar. Los hogares que-maban leña, los campesinos acostaban las preciosas semillas en la tierra fría, y los bo-rregos resbalaban en el cauce del río helado. Pero todos miraban la loma, la colina que era nexo y frontera entre ambas villas, y todos tenían la vista puesta en el día en que se cubriría de nieve tan espesa y alta como para alumbrar un muñeco de nieve. El más grande que se habría hecho nunca, y este año, por supuesto, ganarían a esos paletos del pueblo de al lado.
Y amaneció un día frío y gris precipitando guantes en las manos y botas en los pies. Los hombres de Villamarilla subieron a la colina para medir su destreza con los de Villazul, y sus familias les jaleaban. Todos: el pocero, el herrero, el profesor, el alcalde y el párroco; mano a mano para hacer tres bolas de nieve enhiestas y orgullosas. A los de Villazul se les deshizo la primera bola cuando aún no era esfera. Esto animó a los de Villamarilla, que pronto tuvieron una bola mediana y otra gorda, tan gorda que quebró la base en cuanto la colocaron. Nadie se dejó vencer, empero, y volvieron los trabajos entre un coro de gritos. Como los hombres empezaron a competir por quién hacía la bola más grande, y aquello nunca se acababa, las mujeres cambiaron sus voces de ánimo por gritos de desprecio hacia las vecinas del pueblo de enfrente. Era curioso, cuanto menos, ver cómo las que solían criticarse entre ellas y tener envidias y cotilleos ahora unían sus lenguas. Se pusieron de golfas y pelandruscas para arriba.
Menos mal que los niños no lo estaban viendo. Ellos hacía rato que, aburridos, se habían escapado de la mano de sus madres y se habían puesto a buscar piñas, cam-biarse los gorros, patinar sobre el río y esas cosas que hacen los niños cuando aún no han perdido la inocencia. En éstas que uno de Villazul y uno de Villamarilla empeza-ron a juntar nieve para jugar con ella. Los que había a su alrededor se unieron con blan-co entusiasmo.
Y, mientras tanto, ¿qué hacían los adultos? Pues ya tenían tres portentosas es-feras cada uno. Las colocaron una encima de otra y las vistieron de ramas, bufanda y sombrero. Llegó el momento en el que los hombres se apartaron y ambos muñecos de nieve se miraron el uno al otro. Tensión, silencio; eran iguales. Eran exactamente igual de grandes y feos. Del desconcierto inicial empezó a surgir un murmullo popular que estalló en acusaciones de un lado al otro de la colina: “¡el nuestro es más bonito!”, “¡el vuestro está torcido!”, etc. Y alguien lanzó una acusación de que los otros habían metido piedras en su muñeco para darle más consistencia. Respondieron gritos ofen-didos, se acercaron los hombres, agitaron los brazos: la cabeza de un muñeco cayó reba-nada al suelo. Y empezó el caos: de las manos contra la nieve, de las lenguas contra las lenguas, del azul contra el amarillo. La colina era un hervidero de odio.
Los niños volvieron de su juego ajenos a todo esto. Llamaron a sus mamás, tenían algo importante que enseñarles; ellas estaban enzarzadas en una batalla verbal, pero al fin cedieron y les siguieron de la manita. Los hombres, al echarlas en falta, an-duvieron colina abajo. Y encontraron algo que les dejó el corazón vacío.
Era una auténtica salvajada. No sólo habían colaborado niños de ambos pue-blos para levantar un muñequito, imperfecto y chiquitín; sino que habían trenzado una bufanda azul con una amarilla para abrigarle la nieve. Ellos, que eran tan distintos, que debían odiarse y ser rivales; ellos, enemigos natos, hijos del odio…
Pero nadie ya pensaba en eso. Tenían la cara hundida en la vergüenza, porque sus hijos les habían dado una lección. Como un espejo les reveló la nieve lo podridas que estaban sus almas, y lo equivocados que habían estado al creerse distintos, al creer-se mejores.
Como el movimiento de las olas, los hombres y mujeres empezaron a acercar-se al muñeco de nieve. Cada uno hizo lo que le salió del alma: se arremolinaron en torno al muñeco… y las manos que apretaban nieve no tenían color. Y eran todas ellas las manos que labraban la misma tierra, y que bebían del mismo río, y se secaban al calor del mismo sol.
Y, desde ese mismo día, Villamarilla y Villazul dejaron de ser enemigas.
Sonia Palacín
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