Tengo unos pantalones vaqueros. Los adoro. Están total y completamente rotos. No son especiales: no le sientan bien a todas mis amigas, como en aquella novela en la que cuatro amigas se los iban turnando, ni son especialmente bonitos (a pesar de que ahora algún lunático podrían llegar a considerarlos “vintage”. De hecho, están desgastados, deshilachados y remendados a más no poder, vamos que, hablando mal y pronto, estan hechos una mierda.
Sin embargo, me veo incapaz de deshacerme de ellos. Temo que llegué el día en el que mi madre cumpla por fin sus amenazas y se deshaga de ellos sin miramiento alguno. Me echo a temblar y rezo cada día para que nunca llegue ese momento. Pero, para mi desgracia, ese día llegará, es inevitable. Y no será resultado de la indignación o vergüenza de mi progenitora, sino de la decisión que tomaron hace ya casi un siglo los grandes magnates del mundo de las bombillas.
No creo equivocarme al suponer que mi declaración os parecerá tan fundada como la afirmación de que mi nulidad a la hora de tocar la flauta no es más que producto de la caída del muro de Berlín. Probablemente, pensaréis que, como mínimo, me conviene un descanso o, al menos, que “estoy fuerísima”.
Puede ser... No obstante, me gustaría que le echaseis un vistazo a esto.
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Algunos dirán que soy una romántica, otros simplemente que soy una guarra, pero de lo que no cabe duda es no soy más que otra víctima de la obsolescencia programada
María Diego Gordón
Sin duda, con lo que has escrito, dan ganas irremediables de verlo!
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